Participación Política
- Javier Sánchez Galicia y César Cansino
- 26 feb
- 18 Min. de lectura

Javier Sánchez Galicia, Presidente del ICP Iberoamérica.
César Cansino, Investigador de la Facultad CIPOL de la BUAP.
En una primera acepción, por Participación Política (en adelante PP) podemos entender el conjunto de actos y actitudes dirigidos a influir de manera más o menos directa y legal sobre las decisiones de los detentadores del poder en el sistema político o en cada una de las organizaciones políticas, así como en su misma selección, con vistas a conservar o modificar la estructura (y por tanto los valores) del sistema de interés dominante (Pasquino, 1991, p. 180).
De acuerdo con esta definición, la esfera de la PP abarca el extenso terreno de las actividades e intereses políticos de los individuos: el acto de votación, la militancia en el partido político, la participación en manifestaciones, la contribución a una cierta agrupación política, la discusión de sucesos políticos, la participación en unos comicios o en una reunión sectorial, el apoyo a un determinado candidato en el curso de la campaña electoral, la presión ejercida sobre un dirigente político, la difusión de información política, etcétera.
En consecuencia, la PP se revela como un tipo de conducta social orientada a influir en el proceso político de deliberación y toma de decisiones. Por supuesto, se presupone que el contexto de dicha participación, para que alcance su expresión y desarrollo óptimo, debe estar configurado por las estructuras de una sociedad moderna y un régimen democrático. Por ello, en términos ideales, el sujeto de la participación debe ser un individuo libre e informado; es decir, un ciudadano atento a los desarrollos de la cosa pública, informado sobre los acontecimientos políticos, al corriente de las principales cuestiones (en debate), capaz de elegir entre las distintas alternativas propuestas por las fuerzas políticas y comprometido de manera directa o indirecta en formas de participación (Sani, 1985, p. 1181).
Sin embargo, la realidad de la PP suele ser muy diferente al esquema general anteriormente expuesto. Al menos, su ejercicio se vuelve más problemático de lo que a simple vista podría sospecharse. Dicho de otra manera, en la experiencia práctica, la plena participación suele ser un privilegio de élites minoritarias mientras que grupos extensos de la sociedad quedan excluidos o su participación está limitada y restringida a formas “pasivas” de la misma. Ello acontece, incluso, en las sociedades auténticamente democráticas y se acentúa en los regímenes no competitivos y autocráticos.
De acuerdo con Pasquino (1991), la PP adquiere tres modalidades básicas de expresión, tomando como criterio de clasificación el grado de regulación y normatividad al que está sometida dicha participación. La primera modalidad estaría configurada a partir de las normas y los procedimientos legales vigentes dentro de un determinado ordenamiento sociopolítico (votar, firmar proposiciones de ley por iniciativa popular, etcétera). En consecuencia, sería un tipo de participación reconocida por el status quo en turno y tendría como propósito fundamental integrar al individuo al sistema político. Aquí cabría recordar que las estructuras de participación más importantes están vinculadas en las sociedades democráticas a los mecanismos de competición entre fuerzas políticas y generalmente están institucionalizadas en los procedimientos del sistema que afectan la renovación de los cargos públicos (Sani, 1985b, p. 1182).
La segunda modalidad, en cambio, representaría un tipo intermedio de participación por cuanto expresaría una relación del individuo con el sistema político no reconocida legalmente. Sin embargo, dadas las circunstancias, esa participación sería aceptada o tolerada si bien con importantes variantes y con amplios espacios de oscilación (adherirse a un boicot, bloquear el tráfico, tomar carreteras, etcétera). Finalmente, la tercera modalidad de participación sería aquella no solo no reconocida por el marco formal del sistema político sino que su manifestación y desempeño constituiría un abierto desafío a las bases mismas del sistema y su organización. Ello se daría, por supuesto, con diferentes grados de ilegalidad o extralegalidad (negarse a pagar impuestos, revelarse violentamente contra el orden establecido, etcétera).
Los estudios comparados de la participación política
Los orígenes sobre el fenómeno de la PP, al igual que sobre el de cultura política, pueden rastrearse hasta la época de la Antigüedad griega; es decir, siempre ha existido PP o, dicho con más precisión, desde el instante mismo en que se constituyeron las comunidades organizadas. En rigor, sin embargo, el fenómeno de la PP adquiere su verdadera configuración y presencia solamente hasta la instauración de las formas modernas del Estado-nación en el mundo occidental.
En virtud de ello, la PP se encuentra íntimamente vinculada con los procesos de democratización; es decir, con la ejecución de medidas destinadas a propiciar una ampliación del número de participantes en las decisiones políticas y la reglamentación de la competencia por el poder. Esto supuso, por tanto, la adopción de medidas tales como la ampliación de la ciudadanía y el derecho al sufragio junto con la formulación y la normatividad de derechos y deberes políticos. Como sabemos, numerosos estudios históricos nos ilustran cómo dicho proceso resultó sumamente largo, complejo, laborioso y conflictivo.
Para Rokkan (1970, p. 182), el proceso de ampliación de la PP se articuló precisamente a partir de la superación, por parte de aquellos individuos o grupos excluidos, de cuatro umbrales institucionales: a) el de la legitimación, a partir del cual se reconoce el derecho a la crítica y la manifestación contra el régimen; b) el de la incorporación, que se identifica con la aceptación y el reconocimiento formal del derecho de participación en la elección de representantes; c) el de la representación, que supone la eliminación de obstáculos jurídicos para poder ser representado políticamente en los órganos respectivos; y, finalmente, e) el del poder ejecutivo, a partir del cual se logra conquistar una influencia real del Parlamento en la toma de decisión del ejecutivo.
En consecuencia, como señala Pasquino (1991, p. 183), existe un nexo estrecho entre los procesos de cambio social, reivindicaciones de derechos, expansión de la esfera de actividad del sector público y PP. Si los individuos y grupos consiguen los recursos no solo económicos, sino también jurídicos y políticos, y si el Estado interviene en el sistema socioeconómico, entonces son muy elevadas las probabilidades de que surjan fuertes impulsos a la PP, así como estructuras adecuadas capaces de canalizar y orientarla eficazmente.
Obviamente, la PP es un proceso con varias fases; es decir, no se agota en la mera expresión de sus contenidos. Supone, antes que nada, un momento de politización previa y un momento posterior a la participación, en el que se evalúa su receptividad y eficacia. En virtud del primer momento, el de la politización previa, los individuos adquieren conciencia de la importancia de la expresión de sus demandas, de la necesidad de construir canales de manifestación de la mismas y, en definitiva, de la creación de estructuras organizativas —partidos, sindicatos, organizaciones civiles, etcétera— destinadas a influir en el proceso de toma de decisiones de la esfera política. El momento evaluativo, en cambio, es fundamental para consolidar ese proceso de politización de la manifestación de influencias y demandas. Es decir, al medir la efectividad alcanzada en la satisfacción de las demandas y necesidades expresadas resulta natural que se afirmen y aumenten los umbrales y los tipos de PP.
Existen diversas formas de expresión de la PP, pero la más difundida y universal es la participación electoral. Su importancia radica en que por su propia naturaleza constituye el momento culminante de un grupo de otras actividades y, a la vez, el punto de partida de otras posteriores. Asimismo, el acto del voto se ejerce de una manera u otra en casi la totalidad de los sistemas políticos existentes. De ahí que no se pueda prescindir de su análisis para el estudio de la PP en su conjunto. Adicionalmente, no debe olvidarse que donde la participación electoral no está eficazmente tutelada, todas las demás formas de PP institucionalizada, pacífica, legal, resultan un tanto difíciles y precarias (Pasquino, 1991, p. 186).
En consecuencia, una pregunta de importancia primordial en el estudio de la PP es: ¿por qué votan las personas? o, dicho de otra manera, ¿quién vota? Es obvio que las respuestas a interrogantes de esta naturaleza buscan explicar cómo las personas llegan a interesarse en la política, adquieren las informaciones necesarias y llegan a la convicción de que son eficaces.
Al respecto, destacan dos hipótesis entre los especialistas del tema. La primera coloca en el centro de la explicación al estatus socioeconómico. Tal hipótesis se fundamenta en evidencias empíricas que tienden a demostrar que aquellas personas que se ubican en los puntos más altos de las escalas socioeconómicas votan y participan más. En contrapartida, la tendencia a la apatía y a bajos índices de participación se registra en los segmentos de personas socioeconómicamente más desfavorecidas. Ese mayor nivel de participación correspondería, en obvia y simple implicación lógica, al deseo de esos individuos de defender y mantener su posición privilegiada dentro de un determinado ordenamiento socioeconómico.
En efecto, las personas con mayor interés en la PP, de acuerdo a dicha hipótesis, serían aquellas ubicadas en el vértice de la escala de la estratificación social. Esto es, las personas y los grupos que disponen de un nivel de renta elevado, tienen un buen grado de instrucción, desempeñan un trabajo no manual, controlan su propio tiempo, pertenecen a sectores sociales, lingüísticos, religiosos y étnicos dominantes (Pasquino, 1991, p. 187).
La segunda hipótesis sostiene que, sumándose en parte a la interpretación anterior, la PP es mayor cuanto más intensa, clara y precisa es la “conciencia de clase”. La importancia de ese enfoque consiste en que abre el camino para estudiar a la PP más allá de las variables estrictamente individuales y, de ese modo, hace espacio para comprender el papel de las variables de grupo; esto es, de las organizaciones destinadas a canalizar esa expresión grupal de las influencias y las demandas. Recordemos que las organizaciones son el principal instrumento de canalización de la PP. En palabras de Pasquino:
Este es un punto en que se mezclan las variables que podemos definir como personales (interés, información, sentido de eficacia) con las variables de grupo. Estas se definen por lo general como: existencia de una comunidad relativamente estable, inserción de los individuos en redes organizativas, presencia de partidos que dirigen sus llamamientos y sus esfuerzos a la movilización de los sectores inferiores. La misma conciencia de clase (o de estatus) como variable explicativa del grado de participación política se define e interpreta mejor como la capacidad de las organizaciones de infundir solidaridad y de crear identidad en sectores sociales que participan de experiencias socioeconómicas y culturales similares (Pasquino, 1991, p. 188).
Por otra parte, la pregunta ¿por qué votan las personas? Remite a la consideración de la racionalidad última de la PP. Es decir, lo que está en juego en esa interrogante es sí la PP es o no una realidad “ilusoria”. Esa drástica objeción apunta al hecho incuestionable de que existen tipos de participación inducidos y manipulados desde el seno mismo de quienes controlan la marcha y la conducción del sistema político. En consecuencia, se cuestiona el aspecto instrumental de la participación, el cual contempla la persecución de un objetivo específico —la elección de un determinado candidato, por ejemplo— en cada acto de participación. Si se participa, entonces, a sabiendas de que ese objetivo concreto está perdido de antemano, el sentido de la participación se pondría en severo entredicho. Empero, a tal objeción se responde demostrando que la participación no se limita a ese componente instrumental, sino que también posee un componente expresivo al cual se subordina muchas veces el instrumental. De acuerdo a esta clave de lectura se hace hincapié en que se participa no solo con el fin de tomar parte, sino en algunos casos especialmente para sentirse parte; es decir, para afirmar, por medio de la participación, la pertenencia a una clase social, un grupo étnico, una comunidad cultural, una asociación profesional, etcétera.
En realidad, la racionalidad de la PP se explica a partir de la articulación de tres elementos fundamentales: a) las motivaciones de los individuos, b) la relación entre la acción individual y la acción de grupos, y c) la naturaleza y la importancia de los beneficios y los incentivos individuales y colectivos (Olson, 1965).
En una dirección similar, Hirschman (1986) ha explorado con especial atención el elemento de las motivaciones individuales de la PP, aunque dentro de un contexto de dinámica colectiva. El análisis de Hirschman arranca de una aguda e interesante observación. Las sociedades contemporáneas parecen estar predispuestas a oscilar entre unos periodos de intensa preocupación con los problemas públicos y otros de casi total concentración en las metas del mejoramiento individual y el bienestar privado. ¿Cómo se explica, entonces, dicha oscilación —tanto de los individuos como de los grupos— entre la adopción de claros compromisos con la esfera de lo público y el retorno posterior al ámbito de lo privado? La clave explicativa, nos dice el autor, se encuentra en la búsqueda de la “felicidad”. Esto es, tanto en la esfera de lo privado (representada por el mercado) como en la de lo público (representada por el Estado) los agentes de la acción colectiva persiguen la felicidad. Sin embargo, es imposible alcanzarla del todo, de ahí que se produzca la oscilación entre ambas esferas, debido a la inherente decepción producida. En efecto, la oscilación entre la persecución de sus propios intereses personales y el compromiso en actividades públicas, que parece darse no solo en los individuos sino también en los sistemas políticos, se explica precisamente por la decepción de no lograr en ningún caso obtener la felicidad.
En realidad, el impulso hacia la participación puede comprenderse mejor desde el análisis de los incentivos —comunes y generales— que la producen. Las organizaciones políticas recurren, en efecto, a incentivos de diversa naturaleza para movilizar de manera diferenciada a sus también diferenciados afiliados. De esta suerte, existen tres tipos de incentivos fundamentales: a) los materiales, que se identifican con recompensas tangibles como asignaciones de dinero o cargos en la organización; b) de solidaridad, que tienen que ver con la identidad y el prestigio compartido por pertenecer a una determinada agrupación; y c) los orientados al objetivo, que se refieren a objetivos de carácter ideal o ideológico, como por ejemplo la transformación de las relaciones sociales o la creación de una sociedad justa. Lo importante de la distinción anterior es que permite entender cómo los distintos incentivos serán utilizados por las distintas organizaciones de manera selectiva, según sus disponibilidades o el tipo de afiliados al que hay que motivar para que participen. El resultado es por lo tanto muy diferente no solo de organización a organización y de individuo a individuo sino también en el transcurso del tiempo (Pasquino, 1991, p. 193).
En definitiva, la diversidad de objetivos permite comprender el amplio rango de motivaciones que impulsan a los individuos a participar. También nos descubre la amplitud de los distintos tipos de organizaciones por medio de las cuales se canaliza la participación.
De hecho, un mismo individuo u organización suele sufrir importantes cambios en su comportamiento político en virtud de la variación en sus intereses e incentivos. En consecuencia, la PP se explica a partir de un complejo proceso psicológico y social que motiva a los propios individuos al compromiso político en sus diversas expresiones y que imprime diversos tipos de dinamismo a las organizaciones. La racionalidad de la PP, como ya adelantamos, no se debe tratar de agotar a partir de la evaluación de uno solo de sus elementos —por ejemplo, la utilidad económica que puede proporcionar—, sino desde el conjunto complejo de esos elementos que la articulan.
El análisis de la PP conduce una y otra vez de manera inevitable al estudio de las organizaciones. Y es que no solo la PP se explica en estrecha referencia a los grupos, sino que la realidad entera de la política moderna se comprende desde y por la existencia de las organizaciones. Ciertamente, al definirse a la política moderna desde su rasgo de competencia entre grupos resulta que la PP encuentra en los fenómenos de agregación política, grupos de interés y movimientos colectivos su lugar de manifestación más característico.
Una de las clasificaciones más influyentes de los tipos de grupos políticos existentes es la elaborada por Almond y Powell (1972). Desde el punto de vista de la articulación de intereses, o sea de la manera como una comunidad política comunica al sistema sus preferencias y demandas, estos autores distinguen cuatro tipos de grupos de interés: anómicos, no asociativos, asociativos e institucionales.
Los grupos de interés anómicos corresponden a una etapa premoderna del desarrollo del sistema político. Se configuran a partir de intereses nuevos y sin canales adecuados de expresión. Asimismo, los detentadores del poder político suelen ignorar y eludir reiteradamente las demandas externadas por esa vía. Los grupos de interés no asociativos, por su parte, surgen sobre la base de realidades tales como la estirpe, la religión o la parentela, lo que les da una cierta comunidad o semejanza de intereses. Ambas formas de articulación de intereses pueden manifestarse de manera espontánea y con un elevado grado de movilización y destrucción. Por supuesto, son formas de articulación de intereses que no han desaparecido del todo en la política moderna.
Por su parte, los grupos de interés institucionales son aquellos que se constituyen sobre organizaciones sociales dotadas de estabilidad y que comparten claros intereses comunes. Por ejemplo, organizaciones creadas sobre intereses religiosos, burocráticos, militares, etcétera, que basan su acción política sobre el tutelaje de prerrogativas y de la defensa de sus privilegios. Los grupos de intereses asociativos, finalmente, son aquellos que han surgido al calor de los procesos de modernización, diversificación y fragmentación social. Estos grupos se organizan para defender y promover sus intereses —sumamente plurales y diversos— a través de estructuras especializadas creadas para satisfacer ese fin. Ejemplos típicos de este tipo de grupos de interés lo constituyen las diferentes asociaciones profesionales de cualquier tipo, las asociaciones culturales, los sindicatos, etcétera.
A tales grupos corresponden, naturalmente, distintas modalidades de acción, entre las que destaca la modalidad de presión, que es la forma clásica de acción de los grupos. La presión política se define como la capacidad organizativa y estratégica destinada deliberadamente a influir sobre las opciones políticas y el personal que decidirá esas políticas y deberá llevarlas a cabo. Asimismo, la presión política se ejerce a través de numerosas variantes y, por supuesto, con diversos grados de éxito. De ahí que cada grupo intentará maximizar sus oportunidades de éxito manejando los recursos a los que tiene más fácil acceso y utilizando los canales de comunicación y de presión sobre el poder político que le resulten más adecuados y favorables; y, por último, cada grupo tratará de identificar con precisión el nivel político en que se toman las decisiones que le afectan y qué instancia toma las decisiones concretas.
Los factores que determinan el éxito o el fracaso de un grupo de presión son múltiples y complejos. De hecho, el grado de éxito conquistado depende de los tipos de recursos que dispone el grupo, la congruencia con las normas culturales del sistema político en el que se encuentra inserto, la representatividad, el dinero, la calidad y la amplitud del conocimiento, la ubicación en el proceso productivo, etcétera. En consecuencia, una adecuada comprensión del éxito alcanzado por un determinado grupo de presión debe ponderar en su justa dimensión el aporte específico de cada uno de esos factores y evaluar cómo en un determinado contexto uno de ellos suele ser más determinante que los demás.
Las actividades de los grupos de presión, por lo demás, han sido objeto de una doble reflexión crítica. La primera de ellas, que podemos identificar como la crítica neoconservadora, afirma que es falso que los grupos de presión constituyan la mejor modalidad de organización de las sociedades democráticas. En contrapartida, argumenta que estos grupos y su actividad constituyen un diafragma interpuesto entre los ciudadanos y los gobernantes, un obstáculo para la realización del bien común y una ventaja para la realización de intereses precisamente particulares. Dicha crítica coloca su atención en la lógica de la organización de grupos muy limitados y que persiguen fines muy específicos, pero con un poder de convocatoria y organización para la acción colectiva desproporcionado. Ello redunda en la afirmación de un problema de rigidez social y de división desproporcionada de las amplias coaliciones distributivas.
La segunda crítica proviene de vertientes de reflexión neoprogresistas y surge del estudio de las relaciones entre los grupos de intermediación y los órganos del aparato estatal en la dictaminación y la ejecución de las políticas públicas. Como explica Pasquino (1991, p. 203), el problema que se plantea es si el intercambio de consenso por políticas públicas entre el sindicato y los organismos estatales es más fácil, duradero y eficaz con un sindicato monolítico, vertical, centralizado, o bien si son los sindicatos con estructuras y procesos internos democráticos capaces de soportar, absorber y canalizar las tensiones derivadas de la consecución y la realización de acuerdos neocorporativos. En general, la respuesta parece ser ambivalente. Aquellos sindicatos que están más centralizados y verticales llegan con más facilidad a arreglos y acuerdos neocorporativos. Por otra parte, son los sindicatos que ofrecen mayores posibilidades de participación interna, y que por tanto pueden ser más representativos, los que recogen mejor los desafíos que se derivan de los acuerdos neocorporativos y los que enfrentan con mayor eficacia sus consecuencias.
En definitiva, a pesar de las bien fundadas y racionales críticas señaladas, la PP más influyente es la que nace y se explica desde dentro de las organizaciones. Sin embargo, ello no excluye que en las condiciones del mundo contemporáneo aparezcan otras formas de PP nada ortodoxas. Por ejemplo, los diversos tipos de participación que se articulan a partir de los movimientos colectivos.
En efecto, a diferencia de los grupos de presión, los movimientos colectivos o sociales son aquellos que se caracterizan por la falta de estructuras estables, por la presencia de programas sectoriales y por la composición generalmente definida por características particulares (sexo, edad, intereses diversos, actividad social, etcétera). Tales movimientos tienen frecuentemente una duración limitada en el tiempo y el espacio, uniéndose a momentos particulares de la vida sociopolítica y a ambientes territoriales determinados (Cerroni, 1993, p. 91). Por supuesto, la importancia de estos movimientos es muy grande en términos de influir y determinar la dinámica del sistema político y social. Tales movimientos han surgido casi siempre para pedir la revisión de las bases políticas tradicionales o la consideración de nuevos problemas. De ahí que se les considere comúnmente como movimientos de protesta social antisistema. Aquí, finalmente, el terreno de la investigación empírica tiene todavía un amplio horizonte que cubrir. Así, son objeto de investigación el complejo cúmulo de problemas relacionados con las interrelaciones entre las energías desplegadas por los movimientos, sus demandas y las respuestas del sistema y los actores individuales.
Ahora bien, los desafíos abiertos a la investigación en el campo de la PP son extraordinariamente amplios y complejos. Ello se debe, ante todo, a que los individuos poseen hoy una posibilidad mucho mayor que antes para participar; es decir, su PP puede ser hoy mucho más significativa y superar incluso los umbrales de la simple participación electoral. En efecto, es empíricamente constatable la existencia de un crecimiento y una difusión de los instrumentos de PP, así como un aumento considerable de las formas de participación heterodoxas, no convencionales. Sin embargo, todo ello no supone en modo alguno que se hayan borrado las tradicionales diferencias en términos de nivel de participación o que la participación lleve necesariamente a una mayor igualdad. De ahí que, paradójicamente, la investigación sobre PP concentre buena parte de su atención y recursos en comprender y resolver el problema de la “crisis de participación” que se constata en las sociedades contemporáneas. He aquí uno de los principales desafíos actuales en el estudio de la PP.
Ciertamente, la crisis de participación es un problema complejo. Como señala Bobbio (1989, pp. 51- 54), dicha crisis admite en su seno al menos tres tipos de modalidades. En primer lugar, tiene que ver con el fenómeno de la apatía política. En efecto, una de las características de las sociedades modernas (de masas) es un cierto desinterés difuso por la política. La causa de ello consiste en, por un lado, la tecnificación y la burocratización del proceso de toma de decisiones y, por otro, la correspondiente despolitización que supone esa burocratización del poder. En segundo lugar, por crisis de participación se entiende al fenómeno de la participación distorsionada o deformada. Sería entonces, un tipo de participación propia de una democracia manipulada y fundamentada, por ejemplo, en un dominio sobre los medios masivos de comunicación, lo que permitiría, a quien detenta el poder, la manipulación del consenso. Finalmente, la crisis de participación también adquiere la forma de una participación ficticia; es decir, se trata de una participación que no produce los efectos que de ella se esperan. En otras palabras, es ineficaz. El individuo que participa no logra, a pesar de sus esfuerzos, influir o alcanzar un papel efectivo en el proceso de toma de decisiones.
La crisis de participación es, pues, un problema que asume manifestaciones complejas y múltiples. Encontrar soluciones adecuadas supone, por tanto, un importante desafío que cuestiona, más allá de la PP en sí misma, al centro neurálgico de la teoría democrática contemporánea.
De la participación política a la moderna cuestión social
Este recuento de enfoque y teorías que han abordado el tema de la PP estaría incompleto si no se incluyera en él un enfoque alternativo que ha cobrado fuerza las últimas décadas y que nos obliga a reconsiderar el asunto con nuevas claves de lectura: la democracia radical.
El discurso en boga de la democracia en los círculos académicos e intelectuales ha logrado sellar una operación paradójica y sorprendente: los problemas de la democracia se han vuelto un asunto que compete en primer lugar a los gobernantes y de manera subsidiaria a los gobernados. Esta expropiación de la política adquiere carta de naturalización en las teorías elitistas de la democracia y, en menor medida, en los enfoques participativos de la misma. Así, por ejemplo, para los elitistas, la democracia se reduce a un juego de minorías que compiten en un mercado político por las preferencias de las mayorías. La política se asemeja al mercado y los ciudadanos devienen en consumidores. Para los enfoques participativos, por el contrario, la cuestión democrática no es un asunto que competa exclusivamente a las elites, pero los mecanismos de participación de las mayorías en los asuntos públicos suelen limitarse a procesos acotados como elecciones o consultas. En el mejor de los casos, las teorías participativas buscan corregir, más no transformar las imperfecciones de las democracias liberales realmente existentes.
En un momento de euforia y francos excesos retóricos, cuando los neoconservadores proclamaban a los cuatro vientos el triunfo de la “democracia”, entendida como mera transmutación del mercado económico, y cuando las alternativas de corte “bienestarista” perdían credibilidad, pues habían mutilado la iniciativa autónoma de la sociedad civil, se recupera para el debate intelectual una cosmovisión distinta que proclama, a contracorriente, que en cuestión de democracia todo está por inventarse, que el poder no es algo que se conquista de una vez y para siempre, sino un espacio vacío que solo puede ser ocupado simbólicamente de vez en vez por la sociedad civil (entre los principales representantes de esta corriente están Hannah Arendt, Cornelius Castoriadis, Claude Lefort y Pierre Rossanvalon).
En esta perspectiva, la democracia no solo es un modelo institucional, sino sobre todo un dispositivo imaginario que presupone la existencia de un espacio público político donde confluye una sociedad civil que ha ganado el derecho a tener derechos. La propuesta final de la argumentación a favor de la democracia es una teoría de la integración política a través del conflicto más que del consenso.
En síntesis, para esta concepción, la sociedad ya no depende de ningún tipo de absoluto y el poder queda como un espacio vacío que la sociedad civil ocupa simbólicamente de vez en cuando a partir de la esfera pública. Por ello, entre los que reducen la política al Estado, por un lado, y los que afirman que todo es “política” (político), por otro lado, es necesario matizar que todo es politizable. Por supuesto, ésta es la mayor contribución de los teóricos y los protagonistas de la sociedad civil para la construcción de una democracia de ciudadanos.
Pero más allá del potencial explicativo de los análisis simbólicos de la política, queda claro que la ciencia política, especialmente la de corte más empiricista, es incapaz de comprender y, por supuesto, explicar toda una serie de acontecimientos— desde las revoluciones hasta los fenómenos de desobediencia civil— a lo largo de la historia que exigen una integración normativa y participativa de la sociedad en la cogestión de sus propios problemas. La ciencia política está limitada por su concepción estratégica del poder (como oportunidad que se tiene dentro de una relación social de imponer la propia voluntad, incluso contra las resistencias de los demás), mientras que dar cuenta de la dimensión simbólica de la política solo puede hacerse si se concibe al poder como democrático, o sea legitimado por el pueblo (mayores elementos sobre esta concepción alternativa pueden encontrase en Cansino, 2008 y 2010).
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