top of page

BLOG

Donald Trump y su batalla por la posmemoria

Actualizado: 10 sept

Con Trump, la nostalgia se ha vuelto viral y una hábil arma política

Por: Xavier Peytibi
Por: Xavier Peytibi

«Las sociedades no solo recuerdan su pasado, sino que lo manipulan, lo mitifican y lo convierten en arma de lucha». Así lo advirtió el historiador Enzo Traverso. En La historia como campo de batalla distinguió entre historia y memoria. La historia reconstruye el pasado a partir de documentos y pruebas. No es totalmente objetiva —porque todo relato implica interpretación—, pero busca comprender causas y consecuencias. El historiador no revive el pasado: lo investiga. La memoria, en cambio, es subjetiva, emocional y fragmentada. Se transmite a través de relatos, símbolos e identidades, y puede entrar en conflicto consigo misma: la memoria de las víctimas contra la de los verdugos, la oficial contra la alternativa. Mientras la historia busca comprender, la memoria busca pertenencia e identidad. Historia y memoria deben coexistir siempre. El problema surge cuando la memoria sustituye completamente a la historia y construye relatos que explican el presente sin importar si son verdaderos o no.

Eso ocurre con Donald Trump (aunque no solo con él). Su comunicación política se apoya en batallas culturales que fabrican memorias colectivas. El eslogan “Make America Great Again” es un buen ejemplo. No dice cuándo ni por qué Estados Unidos fue “grande”. Solo invoca una nostalgia vaga que cada grupo interpreta a su manera (y por eso le funciona). Lo importante no es la precisión histórica, sino la emoción que provoca.


Del mismo modo, también resignifica traumas. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, que la historia registra como un intento de golpe de estado, aparece en la memoria trumpista como una gesta patriótica: un acto de resistencia frente a un sistema corrupto. Tampoco existen investigaciones judiciales contra él, sino conspiraciones; no hay crítica mediática legítima, sino traiciones de los medios vendidos al establishment. La eficacia de esta estrategia reside en la emoción, en la identificación inmediata. Trump no se dirige a ciudadanos racionales que comparan políticas, sino a comunidades afines que comparten un relato simple, emocional y movilizador.

Volviendo a Traverso, aparte de historia y memoria, el autor hablaba de un tercer concepto, la posmemoria: la manera en que generaciones que no vivieron un acontecimiento lo recuerdan a través de relatos heredados. Basándose en los estudios de Marianne Hirsch sobre el holocausto, se refería a traumas, como guerras o el propio holocausto, que hacía que nuevas generaciones lo sintieran como si lo hubieran vivido.

Y sí, en el trumpismo, en mi opinión, esta posmemoria se convierte en una herramienta central, en la que jóvenes que nunca conocieron el supuesto esplendor industrial de Estados Unidos asumen, sin embargo, la nostalgia de un país que “ya no existe”. Pero algo ha cambiado. La gran diferencia es que esta transmisión ya no ocurre principalmente en la familia, la escuela o las instituciones culturales, sino en redes sociales. Los recuerdos transmitidos no son solo heredados, sino seleccionados, transformados en contenidos lo más virales posible y amplificados online. Es decir, para los jóvenes (y no tan jóvenes), esa posmemoria ya no proviene de la experiencia familiar o académica, sino de la mediación: discursos, propaganda, memes, videos virales. Las redes sociales actúan hoy como fábricas de posmemoria, donde el pasado se simplifica y se transforma en mito compartido.

Es lo que podríamos denominar una posmemoria algorítmica, que se extiende además ya no solo a los traumas, sino a cualquier idea que se pueda moldear con contenidos digitales. Se privilegia, además, en busca de esa viralidad, aquello más emocional, más polémico y más fácilmente compartible. Trump es un maestro en esa tipología de contenidos, y ofrece una versión del pasado lista para ser consumida, sin necesidad de archivos ni investigaciones. Es un relato que circula velozmente, que se adapta a los algoritmos y que logra mantener cohesionada a una base social movilizada.

Lo vimos la pasada semana con la controversia de Cracker Barrel, un restaurante que cambió su logo para modernizarlo, eliminando al icónico personaje conocido como Old Timer, sentado junto a un barril, que formaba parte de la marca desde los años setenta. La reacción en redes sociales fue inmediata: miles de usuarios lo interpretaron como una traición “woke” a la memoria del país, un símbolo de tradición y familia que, para muchos, evocaba un pasado idealizado que ni siquiera habían vivido. No fue una reacción espontánea, sino que estuvo acompañada por una campaña online impulsada desde el ala más conservadora estadounidense. Los algoritmos de plataformas como X y TikTok amplificaron la indignación, generando memes, hashtags y debates virales que transformaron un rediseño gráfico en una batalla cultural de alcance nacional. El propio Trump intervino, de manera viral, como era de esperar, para respaldar la vieja imagen, movilizando a miles de jóvenes que quizá nunca habían pisado un Cracker Barrel.

Hoy ya no se libra solo una batalla por la memoria, sino también —y sobre todo— una batalla constante y digital por la posmemoria algorítmica. Cualquier elemento puede servir para alimentarla: incluso el logo de un restaurante. Todo puede politizarse si contribuye al proyecto de Trump de construir un imaginario colectivo donde el pasado aparece como mejor y donde solo con él se puede regresar a esa supuesta grandeza. Incluso aunque nunca lo viviera nadie.



 
 
 

Comentarios


bottom of page